viernes, 15 de julio de 2011

Caricias ©

Hace mucho tiempo que conozco los secretos de Eva porque la he acompañado en los momentos más cruciales de su vida en los últimos años. He podido ver no sólo sus congojas y sus pesares, también he conocido sus secretos más íntimos, los más recónditos así como sus ansias más contenidas… tanto como su cuerpo desnudo. Por eso, lo que contaré, no tengo duda que es algo bastante fiel a las sensaciones que cruzan la piel y la mente de Eva, ¡Si lo sabré yo!

Desde la primera vez que nos vimos nos gustamos mutuamente. El día que ella se mudó y mientras dejaba muebles y cajas en el espacio vacío de su nuevo departamento, decidí entrar y saludarla. Los efluvios de nuestros cuerpos nos impregnaron a ambos, uno y otro quedamos subyugados por la sensación de nuestros cuerpos, la sedosidad y el color de nuestro cabello; y si bien tardamos varios días en volvernos a ver, fue claro que algo se había iniciado entre nosotros. Desde aquel día cada vez que llegaba, yo iba a saludarla, a recibir su cariñoso beso y su caricia, luego, me sumergía durante horas en un ambiente pleno de ella, de sus deseos y de su voz. De esa manera me fui impregnando de Eva hasta conocerla en su intimidad.

Abrió la puerta, entró, y al cerrarla, se recargó en ella con un gesto de fastidio pero también de alivio. Una ola de silencio la rodeó y la apartó del mundo exterior: del registro civil, de los abogados y del hombre con quien había estado casada. Al cerrar la puerta, fue como si una ola la hubiera devuelto a la única playa firme y segura que conocía: esta casa, su nuevo depa. Respiró y supo que el mundo apenas y se había movido. Desde la puerta observó las cajas a medio abrir que navegaban a la deriva en medio del desorden. En aquel momento no lo vio, oculto entre las sombras del naufragio en que terminaba su matrimonio, Eva respiró todavía con cierta timidez en esa isla nueva y desconocida que se aparecía frente a su vida.

La recuerdo las primeras semanas, dedicada durante toda la tarde a pintar un lienzo que poco a poco se llenaba de colores e imágenes de su mundo interior, un mundo que para mi era obvio con su sola presencia y que ella se empeñaba en ocultar a la mirada ajena. Pero definitivamente la recuerdo más, en sus visitas con el único y exclusivo fin de mostrar su cuerpo desnudo. Al principio aquello fue sólo para mí, cuando venía a probarse alguna prenda de ropa nueva que pasaba a integrarse al enorme guardarropa y que la mayoría de las veces nunca volvía a salir de ahí. Esas tardes transcurridas a solas con ella frente al espejo, mientras yo la veía desde un sillón o acostado displicentemente en la cama, fueron un tiempo sin tiempo, como siempre lo es para mi.

Ese tiempo a solas en su nueva casa, como no lo estaba desde hacía mucho, terminaron cuando comenzó la tensión en la parte final del trámite de separación. Una tensión que sólo confirmó el anhelo de otra vida y la sentencia de divorcio, tensión que terminó de romper todo vínculo con su marido, excepto que al mismo tiempo supo que ocho años de vida le unían a él. No quiso abandonarse a sus pensamientos y sentirse ausente de sí misma; así que decidió desempacar las últimas cajas y reacomodar la casa.

A medida que emergían de las cajas piedras de colores, conchas pulidas por el mar, collares y abalorios, perfumados saquitos de especias y piezas esculpidas en madera, su rostro comenzó a reflejar los recuerdos, ausencias y presencias de lo que había sido su vida. Uno en particular trajo a su memoria lo que había significado la metamorfosis –como le gustaba catalogarlo- de todo su cuerpo, de sus sentidos y de todos sus sentimientos, un cuerpo del que durante mucho tiempo la misma Eva había ignorado el placer que podía senttr... hasta que Suren apareció en su vida.

Eva lo había conocido en París, luego de cuatro años de vivir en esa ciudad y cuando terminada la misión diplomática de su marido, comenzaron los preparativos para retornar a su país. Días antes de tomar el avión de regreso y dejar una hermosa ciudad que solamente había servido para descubrir la soledad de su matrimonio, Eva se fue a caminar por la orilla del río Sena y sin darse cuenta, llegó a la pequeña Isla de Saint Louis. Desde que la había conocido, se sentía impulsada a volver una y otra vez a la vieja banca que se hallaba en el extremo sur: una solitaria banca de madera bruñida por el tiempo y la intemperie y con la única compañía de un viejo farol de principios de siglo. Sin saber cómo, Eva había encontrado en ambos una forma de renovar sus fuerzas y sobrellevar la rutina en que se había convertido su vida, como si el agua al fluir y retomar un sólo cauce se llevaran todos sus pesares.

Lo que había surgido de las cajas y había desatado su memoria era un pequeño pichón tallado en madera de ébano pulido y brillante. Eva observó las vetas de la madera y comenzó a acariciarlas con los dedos y la mirada. Suren le había enseñado que el cuerpo puede conocer lo que nos rodea y los objetos hermosos devolvernos un mundo imaginado: Eva quiso tocar, sentir las vetas y encontrar en ellas las imágenes de sus sueños. Nunca había prestado atención al material del que estaban hechas las cosas, fue Suren quien se lo mostró, precisamente desde la primera vez que lo vio sentado en aquella vieja banca de madera en la Isla de Saint Louis.

Lo primero que llamó su atención de aquel joven moreno que parecía inmigrante, fue el intenso color negro de su cabello. Con la mirada fija en el agua y las manos sobre el asiento, su quietud se fundía con la banca: no pareció reparar en la mujer que lo observaba. Eva esperó un rato a que se fuera y dejara el lugar sólo para ella, pero al ver que transcurría el tiempo y no mostraba intención de irse, decidió sentarse en el otro extremo de la banca. Fue la insistente y curiosa mirada de ella lo que hizo que él volviera el rostro y mostrara sus negros e inmensos ojos que con una sola mirada apenaron a Eva; el hielo se rompió cuando él, con voz primero contrita y después casi riéndose de sí mismo, le explicó lo que hacía en la banca.

Se llamaba Suren Bose, había viajado a París hacía ocho años para estudiar Economía, pero en realidad era un ávido lector de literatura francesa. Con grandes esfuerzos se había costeado el viaje y después había trabajado a lo largo de cuatro años para sostener sus estudios, lo único que le daría para vivir en su país. El día de su regreso descubrió la banca y ahí prometió volver algún día. Pasó el tiempo , pero a partir de ese viaje, su actitud ante la vida cambió el rumbo de lo que creía era su karma. Ahora, al ver las marcas de su compromiso en la madera, se preguntaba para qué había servido lo que había hecho de su vida. Cuando Suren le mostró sus iniciales y la fecha en la madera, Eva se fijó en la obscura mano que hacía surgir las huellas de la memoria como por arte de magia. Más que tocar, Suren acarició las muescas del tiempo en la madera.

La dulzura y el acento hindú del francés que hablaba Suren, así como su caminar, que a los ojos de Eva le pareció el de un danzarín, la cautivaron. La plática rompió su soledad, la belleza del lugar y la presencia etérea de lazos pensados como imposibles, hizo que el tiempo comenzara a transcurrir de manera diferente. Mientras caminaba con él por la tupida arboleda de la isla de los enamorados, se abandonó al disfrute de ese momento en el que todavía no pasa nada, pero se sabe que algo sucederá. Feliz de caminar junto a aquel cuerpo ágil y bronceado, llegó al pequeño hotel en el que Suren se hospedaba, guiada simplemente por el deseo de ser acariciada por esa voz y por esas manos: Eva quería convertirse en una figura tallada en madera para ser tocada por las manos de Suren.

Pero las manos de él fueron lo último que tocaron el cuerpo de Eva aquella tarde. Antes, Suren la fue acariciando con diversos objetos de su pertenencia, uno a uno recorrieron su piel y su cabello buscando que ella descubriera el Gyana Vriti, el conocimiento de los objetos le dijo él, y efectivamente sin saber cómo, Eva fue percibiendo con su piel el brillo y la energía de los objetos que Suren pasaba por todo su cuerpo. Cada uno lograba caricias insinuadas que paulatinamente la fueron excitando de una manera desconocida hasta entonces. Primero fue el pequeño pichón tallado en ébano, cuya obscura calidez y suavidad de pulido se acomodaba muy bien a las partes curvas de ella, de hecho sus oquedades parecían recibir con gusto y placer al animalito. Después él le enseñó a disfrutar del cambio de temperatura de la madera al entrar en contacto con su piel: en la nuca lo sentía fresco y al bajar lentamente por su espalda adquiría el calor de ella, pero al llegar a los muslos, Suren volteaba el trozo de madera y entonces el frescor del animalito hacia ruborizar todo su cuerpo.

Eva se desnudó y se sentó en una silla de madera frente a su escritorio y sintió la cobija de lana en sus pies. Eva sintió mi mirada y le invadió tal felicidad que decidió poner música, quería disfrutar de todos sus sentidos y ver el mundo y a todos los demás desde una absoluta distancia; quería crear otro mundo, uno a su gusto, uno a imagen y semejanza de este momento. Al compás de la música deslizó sus pies sobre las esteras y las cobijas en el piso de madera; a ratos se quedaba quieta percibiendo cada milímetro de fibra bajo los pies, después se movía y sentía la frescura de la madera y el tejido de palma, luego, de nuevo la tibia huella del paso anterior. La melancolía y la dilatación del tiempo que evocaba la voz de Lucia di Lammermoor desde el tocadiscos, le trajeron las manos de Suren deteniéndose en cada vano y en cada surco de su cuerpo. Eva había descubierto así que para que alguien la poseyera por entero, necesitaba demostrar que no quería poseerla sino solamente tomar lo que ella quisiera dar.

De nuevo dejó que los objetos que la rodeaban tocaran su cuerpo: la helada superficie de un espejo hizo reaccionar sus pezones y le devolvió la imagen de su turgencia; una oscura pluma de gaviota encontrada en la playa de Saint-Michel, le hizo cosquillas en los muslos y el vientre como si fuera el cabello de Suren y una ocarina indígena de barro absorbió su saliva, dejando en sus labios y lengua el sabor a tierra mojada. Ungió un poco de miel en sus pezones y los tiñó de dulce oscuridad, frente al espejo vio su ombligo -que parecía un cáliz en miniatura- y sintió el deseo de llenarlo con almíbar de durazno. Cuando se lo propuso a Suren, éste lo llenó repetidas veces y otras tantas vació el pequeño cáliz con la lengua y los labios. En medio del travieso recuerdo surgió la cara que su marido había puesto cuando le insinuó la misma idea, él se rió de ella y terminó diciendo que las sábanas quedarían pegajosas para toda la noche si realizaban tan disparatada idea.

Reconocí su cuerpo y la reconciliación consigo misma, con sus sueños, sus otros yo y su nueva vida. La ví cuando se acostó desnuda sobre un petate y se cubrió con una gruesa manta, resistí la tentación de hacerle compañía porque era más grande mi placer al ver como el leve escozor tan parecido a las caricias insinuadas, la llevó a la difusa frontera entre los recuerdos y los sueños: las imágenes fluían una tras otra en libre asociación. El aroma del incienso la transportó al universo de movimientos y formas del humo observadas a contraluz, como las de un sol de invierno a través de la ventana que miraba hacia París. Una ventana por la que tantas veces pensó alguna vez escapar. Una ventana como la del hotel Saint Honoré por la que había escapado gracias a Suren. Una ventana como la del Registro Civil de Coyoacan, en la que esa tarde había visto a las aves tomar por asalto la plaza y luego levantar el vuelo. Una ventana de melancolía en la que veía su propia imagen en la vidriera.

Eva volvió a París tiempo después, el primer día de su estancia, sin pensarlo mucho, se dirigió a la Isla de St Louis para buscar su banca, pero ya no la encontró. La tristeza y el enojo que sintió en el primer momento, dieron paso a la resignación de no volver a ver y tocar aquel viejo pedazo de madera lleno de recuerdos, promesas y evocaciones, huellas talladas con la memoria y las apasionadas navajas de tanta gente de todas partes. Decidió brindar y dedicar su recuerdo al ciudadano del mundo que seguramente tendría con orgullo y en su casa aquellos pedazos de madera. Eva no la volvería a ver ni a tocar, al igual que no volvería a su antigua vida, ni tampoco los momentos de placer que conociera con Suren Bose y sus caricias en la banca...

-¡Ah no, eso sí que no!, eso para nada- se dijo a sí misma. En su escala amorosa, las caricias de un hombre solamente podían ser un arte o no serían ya nada.

Y vaya que a partir de aquel entonces Eva supo disfrutar el arte de las caricias en su cuerpo. Quizás aprendió algo de mí: para que alguien te posea por entero, sólo necesita mostrar que no quiere poseerte, sino solamente tomar lo que tu le das. ¿Qué quien soy yo para afirmar tal cosa?. Me llamo Kazu y soy un experto en mimos y galanteos, soy un gato que además de disfrutar de los cariños y poseer el cuerpo de Eva con el olfato y la mirada, gozo de enredarme en sus piernas, lamer sus muslos y estar presente cada vez que ella examina a un hombre con sus caricias!. ©

Nota:

Este es el 4º relato del libro "La Despedida" que he venido subiendo al blog Ojalá les haya gustado...- para que me den ganas de subir los otros! Los comentarios ayudan...

1 comentario:

  1. Hoy vi una recomendacion en mi TL de @la_comadre con respecto a tu blog, y la verdad que la lectura de este post me parecio genial, solo me faltaba el cafe para completar tan buena lectura.

    Te has ganado un nuevo lector.

    Saludos!

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