miércoles, 17 de agosto de 2011

Furia (©)

No, no fue en el Superama de Virreyes como rumora la gente común -siempre rencorosa y con ansia de vengarse de quienes considera adinerados- y pronta a repetir lo que oye aunque no tenga fundamento alguno. Lo mío fue una mañana pasando el mediodía, cuando después de salir de mis clases de conversación en inglés en Berlitz, me fui a la compra en el Sam's de San Jerónimo. Comenzó en el pasillo de los detergentes, que fue ahí donde lo ví por primera vez a él. Debo aclarar antes de continuar, que no se dedica a dar "servicio" –una vulgaridad propia del rencor social- a señoras de posición social como yo, sino que es un periodista que ese día tenía su día de descanso y se dedicaba a lo que no puede hacer ningún otro día si no quiere quedarse sin empleo.

Me llamó la atención que un hombre solitario revisara con tanto detenimiento el montón de marcas y tipos de jabón antes de decidirse por uno, escogió uno bastante bueno por cierto, con un aroma delicioso y que no es nada barato. Luego de verlo y observarlo disimuladamente, debo admitirlo, continué con mis compras pensando que no era una guapura pero tenía lo suyo: exudaba seguridad en sí mismo y agilidad e inteligencia en sus movimientos, pero sobre todo, su coqueta sonrisa me desarmó mientras yo lo observaba. Continué con la compra y de vez en cuando lo veía a lo lejos, mientras iba yo cargando el carrito con todos los congelados y antojos de la familia. Luego se me desapareció y de hecho no lo volví a ver, sino hasta cuando caballerosamente me cedió el turno para la revisión de la salida. Lo hizo tan amablemente, que yo sólo acerté a responder con una sonrisa de agradecimiento, que al mismo tiempo me descubrió una inconsciente intención coqueta de mi parte.

Desde ese momento y durante todo el trayecto por el estacionamiento hasta mí camioneta, no dejé de escuchar su carrito de compras unos pasos atrás de mi, pero sobre todo, y sin poderlo confirmar, sentía que él me veía las nalgas. Ahí fue donde de nuevo me sorprendí apretándolas, tratando de ponerlas duras para que llenaran firmemente mis pantalones o por lo menos evitar que se movieran de más. Recuerdo que la muy descarada de mí pensó: “Cómo no traigo puesto el pantalón de mezclilla con el que me veo tan bien”. Ese que por cierto, a Jorge mi marido, le disgusta que me ponga.

Pero todo conspiró a su favor: Su auto estaba junto al mío! Así que mientras subía el super en la parte trasera de mi Windstar, nuestras miradas se volvieron a cruzar y él se ofreció a ayudarme a pasar la pesada cubeta del detergente del carrito a la camioneta y entonces sí pude ver cómo, sin perder su sonrisa -perfecta mezcla de coqueto cinismo y seguridad en sí mismo- me desnudó con la vista, pero no de una manera soez, sino de modo tal que mis pezones reaccionaron y sentí que mostraban su endurecimiento a través de la blusa. Para no hacerles largo el cuento, aquella primera vez, con las miradas nos dijimos hasta lo que no. De la sonrisa coqueta pasamos a las de complicidad y no supe ni cómo, pero me sorprendí aceptando ir a tomar un café: creo que fue la complicidad de mis lentes oscuros, lo que me permitió iniciar lo impensable.

Dejamos su auto en el estacionamiento y él se subió a mi "gorda”, como les dice a las camionetas como la mía. Se trajo un disco de cajita azul, su botella de ron Appleton State -para que no se calentara en la cajuela bajo el sol me explicó el muy sinvergüenza- y ya en el asiento de copiloto, se quitó la gorra para dejar a la vista unas interesantes canas en medio de su peinado cabello oscuro.

Salimos por el periférico y doblamos en san Jerónimo. A la altura de la pastelería ya nos habíamos dicho con franqueza que nos gustábamos sin saber porqué, que el café quedaba para después y que poco más adelante nos podíamos meter al Pedregal, pensando que ya qué. Mientras buscábamos una calle que no estuviera enrejada o con mucho personal de vigilancia -para platicar a gusto según los dos dijimos-, él puso dulcemente su mano en la parte interior de mi muslo derecho, muy cerca de la entrepierna que en ese momento comenzó a humedecerse y más cuando me suspiró en el oído. ¡Qué bueno que su cuerpo fue apenas contenido por el cinturón de seguridad, que si no, seguramente hubiéramos chocado!

¿Por qué una mujer de posición social –seguramente se preguntarán-, con la seguridad que da tener un marido con un boyante negocio, educada y realizada, con una familia integrada y con los hijos en buenos colegios; porqué una mujer en sus plenos treintaytantos y de bastante buen ver (porque los tratamientos después de mis dos partos no fueron solamente cuestión de dinero y vaya que cuestan, sino implican sobre todo esfuerzo de una); por qué una mujer así entonces, decide tener una aventura un día de compras como cualquier otro?

No, en primer lugar no fue una decisión o bueno por lo menos no lo fue al principio, fue más bien antojo: antojo de ser acariciada por esas manos morenas con dedos de pianista y que apenas se insinuaban sobre el tono de mi pantalón de algodón caqui. Quién sabe cómo encontramos una calle solitaria, ahí había además un gran árbol de hule que nos recibió con su fresca sombra y que permitió acentuar la oscuridad de los cristales polarizados de la camioneta. Mientras sus manos hacían a un lado mi blusa, mi sostén y mi pantalón sin quitarlos totalmente, y luego, en tanto sus manos se metían por lugares intrincados y secretos hasta para mi marido, yo le acariciaba su cabello sedoso y perfumado esperando la oportunidad de besar esos gruesos labios tan sensuales del condenado. Las tonterías que se le pueden ocurrir a una en los momentos más inesperados: ¡descubrí que nunca había visto mi camioneta desde el asiento trasero, aunque tampoco fue algo que me entretuvo mucho.

Poco después, al ver parte de mi ropa colgando de una de mis piernas, sentir que la incomodidad del asiento se convertía en reto e imaginar la posibilidad de ser sorprendidos, todos eso aumentó mi excitación y me permitió abstraerme del todo. La imagen de la camioneta desde el asiento de atrás era más bien como una foto. De hecho, se convirtió en un espejo a través del cual veo lo que sucedió aquel día: una foto para recrear el momento, cada vez que volteo desde el asiento delantero.

Ahora que lo pongo por escrito, me descubro cuidando la narración para no extenderme en detalles que no sean importantes, como él mismo me explicó: en periodismo el espacio y la concreción son un reto, pero también una obligación. Tampoco sé si cumplí con la exposición en forma de pirámide invertida –lo que al principio pensé era una posición del Kama Sutra muy sugerente-, pero sí sé que muchas mujeres me entenderán: hay cosas que hacemos simplemente por llevar la contraria, algo así como una furia: furia contra algo que nos mantiene ancladas en nuestro mundo y que sin atrevernos a romper con ello, no podemos evitar sentirla. Un mundo que no necesariamente está mal, pero que el contradecirlo de vez en cuando nos rejuvenece. Es algo que un hombre difícilmente entenderá.

Véanme si no, todavía escucho esa voz femenina del dsico de portada azul que canta y me dice una y otra vez Trust me, trust me... y sé que con esa voz conocí a un hombre que rompió –además de alguna de mis ropas- la imagen que yo tenía de los periodistas: este es limpio, no fuma y habla precioso el condenado (sí, ya sé que use esa palabra una vez). Gracias a él ya leo el diario, ya no solamente la sección de sociales y la cartelera. Con él aprendí las virtudes masculinas del tamaño tabloide y sobre todo, me van ustedes a disculpar la expresión pero no encuentro otra manera de describirlo: aquella vez (y otras también), me ha puesto la cogida más deliciosa y emocionante de mi vida ¿Quieren una razón más importante que esa para explicar la furia que me llevó hacia mi aventura? ©

Esta narración también forma parte del libro inédito "La Despedida", varios de cuyos relatos han aparecido en este blog... con bastante buena aceptación. #Dicen Gracias pore leer.