martes, 20 de abril de 2010

CHAMBAS

- ¡ Serafina, Serafina!, ¡Te anda buscando la policía!, una patrulla está preguntando a los vecinos que si saben en dónde localizarte.

Serafina se quedó helada, más que el agua del arroyo en la que chapoteaba la ropa enjabonada de sus hijas. Volteó a buscarlas instintivamente y confirmó que estaban cerca: jugaban con una muñeca sin un ojo y el vestido raído como los de ellas. Por su cabeza cruzaron imágenes y decisiones. Ideas que nunca se le hubieran ocurrido: correr con sus hijas por la barranca para alejarse del pueblo, esconderse y vivir en alguna de las cuevas ahí cercanas, refugiarse con alguna vecina, juntar un poco de dinero prestado y cruzar la frontera por Ciudad Juárez para trabajar del otro lado. Pero también muy rápido supo que ninguna de ellas era viable, las niñas representaban una carga que haría difícil cualquier plan de huida y dejarlas -aunque fuera por un tiempo para después recuperarlas- ni pensarlo.

Entregarse a la policía le parecía algo suicida, estaba segura de no haber cometido ningún delito, pero la inocencia era lo último que importaba con la policía, ya casi se veía presa y separada de sus niñas. ¿Por qué le tenía que pasar esto a ella?, precisamente ahora, cuando ya había logrado juntar los seis mil pesos de cuota para inscribirse en un programa y construir su casa; de qué le había servido trabajar de sol a sol como sirvienta en una casa en una lejana colonia de gente rica y deslomarse lavando ajeno los fines de semana. Si huía, hasta sus ahorros perdería. Sin saber cómo, un sentimiento le invadió, una especie de abandono y de seguridad le dio la certeza de que ya nada peor le podía pasar en la vida y le llenó el cuerpo. Sintió que ya no tenía compasión por si misma y menos para los demás.

- ¡Marisela, Marisela!, te anda buscando tu jefe, parece que hay algo urgente-

Marisela que ya se disponía a arrancar su auto, con un gesto de resignación se bajó, lo cerró e hizo el camino se regresó a la oficina. El cansancio acumulado de la semana se haría más pesado con el congestionamiento del tránsito de los viernes por la noche, no alcanzaría a ver a su hijo el más pequeño: para cuando llegara a su casa ya estaría dormido. A ver ahora que se la atoró al inútil de mi jefe, pensó.

El funcionario la recibió con cara de angustia mostrándole la pantalla de la computadora en estado de catatonia informática, sin que pudiera ni avanzar ni retroceder. Le explicó la urgencia: Va a haber un acto en Los Pinos con el presidente y el secretario, se necesita que venga una mujer a la que se le haya dado un crédito para que reciba los papeles de manos del presidente, necesitamos que sea algo de acuerdo a las necesidades de la oficina de Comunicación Social. ¿Cómo le hago para entrar a la bases de datos y escoger a alguien?

Marisela se sentó frente a la computadora, tecleó CtrAltSupr la máquina respondió y cerró todos los programas; luego la apagó y tras unos segundos la encendió de nuevo. Con calma y paciencia preguntó exactamente cómo querían que fuera la elegida, de qué estado o de qué edad.

- ¡Nada más que esté bien jodida!, ¡tú define el perfil, pero ya!, porque hay que mandar a traerla y que esté aquí el domingo.....

- ¿Te parece bien que sea de Chihuahua?, es de los estados mejor organizados.

-¡De Chihuahua, sí, que sea de Chihuahua!, ¿está completa la información?

- Sí, si está completa- respondió Marisela.

- Entonces saca tres candidatos y propón uno- respondió más tranquilo su jefe.

Mientras tanto, Marisela reflexionó el mejor método para elegir a alguien a quien se le diera un crédito para construir su casa y además la oportunidad de viajar a un evento con el presidente. Trató de imaginar una mezcla de azar y estadística que no estuviera reñida con la justicia y que al mismo tiempo, no dejara la decisión en manos de un burócrata o de un líder que lo entregara a algún incondicional suyo. Tomó el promedio de ingreso de varios municipios y lo redujo al solicitar el perfil, después lo condicionó a que fuera mujer trabajadora menor de treinta años y con hijos. Segundos después apareció un folio con un nombre en la pantalla: Serafina Mozos Cigarrero.

-- Muy bien Licenciado, muy bien, me parece buena la propuesta. Comuníquese a Chihuahua y vea con el Delegado para que vaya viendo de una vez si la mujer está dispuesta a viajar a la ciudad de México.-

-- ¡Cómo no va a aceptar!, a esa gente póngale afuera el atole y los tamales y va a ver si no comen en donde sea. El funcionario apenas esbozó una sonrisa ante el comentario burlón y despreciativo de su secretario particular, después se dirigió de nuevo al director. Con el respaldo inclinado del lujoso sillón de piel, el Director General le tendió las tarjetas hechas por Marisela; la blancura de las mangas de la camisa contrastó con la media penumbra que producía la lámpara sobre el escritorio.

-- Da gusto trabajar con gente como usted, alguien que resuelve rápido y bien los bomberazos.- El aroma de la fina madera del escritorio fue percibida por el subordinado casi como parte de la felicitación, él mismo se felicitaba por su habilidad de poner a trabajar a los demás en su beneficio. Esto sin duda, aumentaría su puntaje en la carrera por la dirección vacante.

No terminaba aún el director de recibir con orgullo y en silencio la felicitación de su superior, cuando al momento de recoger las tarjetas informativas se escuchó la voz del secretario particular.

- De una vez váyase haciendo una tarjeta con un guión de las palabras que deberá decir esa mujer ante el presidente. Algo que hable de nuestro programa y que agradezca la casa, en fin ya sabe usted, algo lucidor para el Preciso, para el Secre y para nosotros.

- Sí, no se preocupe licenciado, yo me encargo- Mientras salía de la oficina, el funcionario menor se devanaba la cabeza pensando a quien pedirle la nueva tarjeta; sí se la pedía a Teresa su amante, le ofrecía la oportunidad de lucirse; por otro lado, era más confiable Marisela, aunque pedírsela significaría la tensión propia de un bomberazo en viernes por la noche. En el camino a su oficina algo se le ocurriría, lo que urgía en este momento era localizar al delegado para que este a su vez buscara a la mujer, la convenciera de viajar para estar en 24 horas aquí y la prepararan para la ceremonia oficial.

- A ver Tere, necesito hacer una tarjeta urgente, ayúdame porque tu sabes escribir más rápido que yo en la máquina.- rápidamente la subdirectora se dispuso a teclear.

Haciendo de tripas corazón, Marisela se sentó al otro lado del escritorio, ya sabía que ella terminaría haciendo el trabajo de su jefe, pero si se ponía a discutir, nada más se tardaría más en salir de la oficina y en llegar a su casa.

Su jefe comenzó a dictar y la subdirectorta –cómo rumoraba la oficina- a escribir corrigiendo por aquí y por allá en voz alta algún tiempo de conjugación o término:

- Quiero agradecer al Presidente, porque de no haber sido por este programa yo nunca hubiera tenido casa, ya que por mi nivel socioeconómico no soy sujeto de crédito ni pertenezco a ningún organismo de vivienda.... -

Media hora después, le daban la tarjeta a leer a Marisela, esta, esbozando una sonrisa les dijo:

- Así no habla esa gente, se necesita un lenguaje más sencillo y directo-.

- A ver, según tú ¿cómo debería de decirlo?- le espetó su jefe.

“Ya lo sabía” pensó Marisela, piensa que no me doy cuenta, pero si no lo hago quién sabe a qué horas saldré de aquí.

- Denme chance- les dijo, y se sentó frente a la computadora. En tanto, Tere hacía un mohín de disgusto por el silencio aprobatorio de su jefe. Media hora después la tarjeta definitiva estaba en el escritorio del funcionario.

Un vacío en el estomago y el sudor frío en las manos le invadió mientras el avión tomaba impulso en la pista y despegaba. Sintió en el cuerpo una ligera inclinación hacia un lado y de pronto apareció por la ventanilla la cuadrícula de calles con cientos de pequeñas casas de la ciudad iluminadas por el sol amarillento del atardecer. Con el valor de la curiosidad se pegó a la ventana y alcanzó a distinguir entre los pocos edificios altos de la ciudad el del Hotel El Presidente, sus hileras de ventanas parecían rayas negras, todo un costado blanco y liso dejaba ver el nombre y hasta arriba un techo redondo y azul. Las galeras de las bodegas y los mercados, los campanarios de las iglesias destacaban en medio de las construcciones y parecían de juguete; aquí y allá, el fresco verde intenso de los árboles de los jardines, mientras, en el horizonte, las montañas crecían, se alejaban y se convertían del café rojizo al azul grisáceo. En unos cuantos minutos el rojo de los arces y el amarillo de los abedules se perdió a medida que el avión ganaba altura y la sierra se convertía en pequeños rasguños en el suelo, Serafina con trabajo dejó de observar las nubes cuando la azafata le preguntó qué quería de tomar.

A su lado el Delegado observó por un momento la ropa humilde pero limpia de Serafina. Parecía que había entendido, debía llevar su ropa formal pero sin falsos lujos; nada fuera de sus posibilidades y al mismo tiempo lo suficientemente presentables en una ceremonia con el presidente en donde estarían los medios de comunicación. Serafina había entendido todo desde el principio, era inteligente y arrojada, no se achicopalaría frente al micrófono y las cámaras, pero tampoco negaría su extracción popular.

Después del susto por la patrulla que la buscaba y una vez enterada de lo que se trataba, se puso feliz y aceptó inmediatamente el viaje a la capital y solamente pidió dos cosas: que la llevaran a visitar a la virgen de Guadalupe y quería conocer Chapultepec. - Hecho- fue la respuesta del delegado.

La tarjeta redactada por Marisela a pesar de los intentos de comunicación social por cambiarla una y otra vez, continuó su camino: no tuvieron más remedio que reconocer que no había que meterle mano, sobrevivió y llegó a las manos de Serafina. Mientras esta agradecía con sincera emoción y palabras entrecortadas, mezcla de sus sentimientos y el sencillo reconocimiento que leía en la tarjeta; un reducido grupo de funcionarios en el presidium medio atendían la ceremonia y charlaban entre ellos. Sorprendidos por la desenvoltura de la mujer y por su aspecto limpio y cuidado, cuchichearon con una sonrisa en sus rostros.

- Que bien le quedó la tarjeta, tiene usted buena pluma.

- Gracias Licenciado, pero sin su dirección me hubiera sido difícil encontrar el tono.

Con una sonrisa entre complicidad y hastío por la ceremonia voltearon a ver a Serafina.

- Bien despierta la mujer, licenciado-

- Sí hombre, ¡¿en dónde se podrá conseguir una sirvienta así?!

lunes, 12 de abril de 2010

Moronita ©

Una fresca carcajada fue la respuesta de mi madre, tan inocente y sincera, que me desarmó y no supe o no quise entender cuál era su respuesta a mi reclamo. También era una risa que a una hija como yo, parecía indigna y al mismo tiempo contagiosa de alegría, pa' pronto, era una risa de poca madre.

Llevaba yo una semana en Houston, mi madre no sólo me había alojado en su pequeño departamento, también me había paseado por la gigantesca ciudad. Incluso se dio el lujo de comprarme ropa en un Mall y regalarme unos tubos eléctricos con graduación para tres temperaturas, con su espejo para maquillarse y para ver el reflejo con luz de noche y con luz de día. Durante toda esa semana casi olvidé a qué iba y que esta mujer alegre y rejuvenecida era mi madre.

Por lo menos era totalmente diferente a la mujer a la que nadie en la familia le creyó cuando empacó algo de ropa y compró un boleto de Grayhound para viajar por estados Unidos. Hasta mi padre pensó que era una buena broma para tomar un descanso lejos del entorno familiar. Todavía al transcurrir un mes y recibir una tarjeta postal informando que estaba bien, todos pensamos que mamá se merecía esas vacaciones. Fue hasta medio año después, cuando papá comenzaba a marchitarse y la casa se caía a pedazos cuando los hermanos más grandes nos preocupamos. Ahora pienso que ninguno entendía realmente el significado de la actitud de mamá.

A los hijos de mayor edad ocupados en nuestras vidas y problemas, quizá nos era más fácil olvidar la ausencia materna, sin embargo esto ya no fue posible cuando, transcurrido un año, los hermanos más pequeños y papá zozobraban en el caos en que se había transformado la casa familiar. Entre la libertad de movimiento que me daba la Universidad y el privilegio de ser la hija mayor, me convertí en la emisaria de la familia. Una junta de hermanos, algunos días libres y sobre todo ver a mi padre todo lloroso y abandonado, me pusieron en el aeropuerto rumbo a Houston, con el suficiente dinero para dos boletos de regreso y, por si las dudas, una postal con la dirección de mi mamá que pareceìa muna broma más: Atascosita #42-25.

Desde que la vi en el aeropuerto comencé a sentir que todo era diferente: la mujer que me recibía estaba rejuvenecida y parecía gozar de excelente salud. Tras la bienvenida los abrazos y las preguntas por la familia, me condujo al estacionamiento para mostrarme que, además de comprar un viejo pero todavía funcional Dodge 75 de estridente color al que llamaba cariñosamente el very blue, se había atrevido a aprender a conducir. A lo largo de aquella maraña de entradas, puentes y señales rumbo a la ciudad comenzó a explicarme su nueva vida: vivía en un departamento sola, y lo había amueblado con ofertas de tiendas y "regalos" de los contenedores de basura, el mismo very blue era un regalo.

-Estos gringos tiran hasta el alma, hija mía... y la mayor parte en muy buen estado... excepto el alma - y soltó una risa franca y juguetona.

Al verla gozar al volante y reírse por perder la salida correcta en un free-way, me vino a la cabeza la imagen de papá, triste, desconsolado, hablando por larga distancia, rogando a mi madre que volviera. Sobre todo recordé aquella noche, cuando apretando la bocina con sus arrugadas manos comenzó a cantarle en la bocina: Muñequita linda, de cabellos de oro, de dientes de perla, labios de rubí... pidiéndole que se acordara de cuando eran jóvenes.

Ante mi asombro y curiosidad, ya en su pequeño departamento -nada del otro mundo pero bastante aceptable-, con una gran sonrisa de satisfacción continuó contando todas sus peripecias. Había cruzado la frontera con pasaporte pero sin permiso para trabajar; en San Diego le dijeron que le convenía incursionar más hacia el Este; muy convencida se subió en un autobús Grayhound en donde conoció lo que ella misma denominó el "american zoo". Su apariencia maternal y poco mexicana la libró de los abordajes de la migra, así pensaba llegar a Miami creyendo quedar a salvo entre los cubanos, pero en Baton Rouge su poco inglés le hizo perder el autobús. Para no dormir en la terminal, decidió tomar el más próximo a salir y éste la llevó de regreso a Houston; ahí, sin dinero para continuar el viaje salió a probar suerte. Ayudada por una chivera, logró que la contrataran de lavaplatos por unos cuantos dólares la hora y así sintió el placer de que le pagaran constante y sonante por lo que -decía riéndose- había hecho sin cobrar toda su vida.

Platicando se nos fue el resto de la tarde, después decidí tomar un baño. Al salir me encontré con sábanas y cobijas limpias sobre el sofá - Ahí dormirás- me dijo desde la cocina, en donde yo creí que preparaba la cena, pero no había tal, porque en ese momento salió con un tintineante vaso que no parecía precisamente de limonada para decirme ¿a dónde prefieres ir?, ¿comida china o italiana?. Salimos esa noche y también las siguientes. A través de aquellas cenas y comidas, una imagen volvía una y otra vez a mi memoria: mamá cocinando para media docena de personas, sentándose al último y atendiendo a todo mundo. Ahora, yo veía a una desconocida que con mucha seguridad y en inglés, lo mismo escogía en un self-service que ordenaba en un restaurante italiano; pero sobre todo, nunca la había visto tan sonriente ni de tan buen humor.

Al paso de los días me resistí a aceptar la idea de que mi madre había roto con la vida familiar para emprender nuevos caminos; precisamente ahora, cuando todo mundo creía que su existencia estaba realizada. Mientras ella partía a su trabajo, yo vagaba por los grandes almacenes comerciales y por las instalaciones del Centro Espacial; ahí, entre cápsulas, maquetas y fotografías de lo que desde niña había conocido por la televisión, sentí una inmensa lejanía de la mamá de mi infancia; porque aquí en Houston cada vez que yo volvía a su pequeño departamento, era más como una tierna, cariñosa y ocupada tía, que gentilmente atendía a una visita inesperada y quizás hasta un poco molesta. Así me sentí sobre todo el día en que me avisó que tenía una cita pero que no me incomodara: yo también estaba invitada a cenar con Steve. El gringo aquel resultó bastante simpático y eso salvó la velada, la salvó para mí, porque ellos platicaron y se rieron largamente, mientras yo quedaba sorprendida por el fluido inglés de mi madre y espantada de la familiaridad con la que trataba al gigante rubio aquel, quien a pesar de estar ya entrado en años prodigaba amabilidad y coquetones juegos y piropos a mi madre.

La semana voló entre mis excursiones, el trabajo de mamá -que para ese entonces ya era supervisora en una fábrica- y las cenas y visitas al cine juntas. Salvo el primer día cuando riéndome le había avisado que venía por ella, y a lo que ella me había contestado también muy sonriente que estaba bien, no habíamos vuelto a tocar el punto. Asumí que siendo la hija predilecta no podía negarse a mi pedido, incluso pensé que podría estar ya cansada y que se disponía a levantar esa especie de castigo familiar y, sobre todo, confié en mi capacidad de convencimiento. Así que decidí confirmar dos boletos en el vuelo a México y con ellos en la mano, encaré por la tarde a mi madre cuando llegó de su trabajo. Le expliqué el caos de la casa, el desgarriate de los pequeños y la tristeza de papá. Analicé su soledad en el extranjero y la indefensión de su edad, muy segura de mis palabras y mostrándole el boleto de avión, creí ser contundente al pronosticar la ausencia de un futuro feliz lejos de su familia, le recordé que no tenía necesidad de trabajar y que en México vivía en forma bastante desahogada, que incluso si quería, podríamos contratar otra muchacha para que le ayudara.

Sin perder la dulce y radiante sonrisa me explicó que no podía salir de Estados Unidos, su situación ilegal no le permitiría volver a entrar, pero se comprometía a sustituir la tarjeta postal con llamadas telefónicas. Incrédula, segura de no haber sido comprendida y ya medio enojada, muy seria y con firmeza traté de hacerle ver la indignidad en la que estaba cayendo al olvidar su papel de madre y esposa. Fue entonces cuando me respondió con aquella carcajada. Y con el mismo tono dulce y paciente con que me hacía ver la estupidez de mis berrinches cuando era pequeña, me respondió:

-Mira hija, he vivido dos vidas, una detrás de otra. En la primera fui hija, esposa y madre, me llamé señora de Salazar, ahora, soy sencillamente Pat, una mujer sin muchas obligaciones y con medios modestos pero suficientes para mí; la primera vida duró casi tu edad, treinta años, la segunda, el año que llevo fuera del hogar. No me siento sola y quiero saborear plenamente tanto mis años de esposa y madre, como los que me quedan de vida -y haciendo una corta pausa, con un rostro de felicidad infantil me dijo- Voy a consumir el pan de la vida, ¡hasta la última moronita..! En ese momento un hermoso y casi olvidado recuerdo llegó desde mi niñez. Era una pequeña complicidad establecida en las mañanas a solas con mi madre, la travesura de comer un pan dulce hasta el final y sin dejar nada, ni la última moronita. Quién sabe que cara pondría yo, pero la gravedad que tenía el momento, fue rota de nuevo por la pícara carcajada de mi madre para decirme: ¿de verdad creíste que volvería contigo?

Han pasado ya varios años, la ruptura de mi madre con la familia ha marcado todo este tiempo. Poco a poco se fueron alargando sus comunicaciones hasta prácticamente desaparecer; a pesar de que en un primer momento la condené como casi todos, con la distancia del tiempo lo que predomina en mí ya no son los resentimientos o los juicios de condena sino el recuerdo de esa sonrisa de felicidad que le conocí en Houston. Una sonrisa que a veces también a mí me gustaría tener, si pudiera consumir la vida como ella, ¡hasta la última moronita! ©

_______________________________________

Este relato fue publicado originalmente en 1998, es parte de un libro editado en forma privada con relatos sobre mujeres titulado La Despedida.

Moronita

Una fresca carcajada fue la respuesta de mi madre, tan inocente y sincera, que me desarmó y no supe o no quise entender cuál era su respuesta a mi reclamo. También era una risa que a una hija como yo, parecía indigna y al mismo tiempo contagiosa de alegría, pa' pronto, era una risa de poca madre. Llevaba ya una semana en Houston; mi madre no sólo me había alojado en su pequeño departamento, sino que también me había paseado por la gigantesca ciudad. Incluso se dio el lujo de comprarme ropa en un Mall y regalarme unos tubos eléctricos con graduación para tres temperaturas, con su espejo para maquillarse y con luz de noche y de día. Durante esa semana, casi olvidé a qué iba y que esta mujer alegre y rejuvenecida era mi madre. Era totalmente diferente a la mujer a la que nadie en la familia le creyó cuando empacó algo de ropa y compró un boleto de Grayhound, incluso mi padre pensó que era una excelente broma. Todavía al transcurrir un mes y recibir una tarjeta postal informando que estaba bien, toda la familia pensó que mamá se merecía esas vacaciones. Sólo medio año después, cuando papá comenzó a marchitarse y la casa se caía a pedazos, los hermanos más grandes nos preocupamos. Ahora pienso que ninguno entendía realmente el significado de la actitud de mamá. A los hijos de mayor edad, ocupados en nuestras vidas y problemas, quizá nos era más fácil olvidar la ausencia materna, sin embargo esto ya no fue posible cuando, transcurrido un año, los hermanos más pequeños y papá zozobraban en el caos en que se había transformado la casa familiar. Entre la libertad de movimiento que me daba la Universidad y el privilegio de ser la hija mayor, me convertí en la emisaria de la familia. Una junta de hermanos, algunos días libres y sobre todo ver a mi padre todo lloroso y abandonado, me pusieron en el aeropuerto rumbo a Texas, con el suficiente dinero para dos boletos de regreso y, por si las dudas, una postal con la dirección de mi mamá. Desde que la vi en el aeropuerto comencé a sentir que todo era diferente: me recibía una mujer rejuvenecida y que parecía gozar de excelente salud. Tras la bienvenida, los abrazos y las preguntas por la familia, me condujo al estacionamiento para mostrarme que, además de comprar un viejo pero todavía funcional Dodge 75 de estridente color al que llamaba cariñosamente el very blue, se había atrevido a aprender a conducir. A lo largo de aquella maraña de entradas, puentes y señales, comenzó a explicarme su nueva vida: vivía en un departamento sola, lo había amueblado con ofertas de tiendas y "regalos" de los contenedores de basura, el mismo very blue era un regalo. -Estos gringos tiran hasta el alma, hija mía... y la mayor parte en muy buen estado... excepto el alma - y soltó una risa franca y juguetona. Al verla gozar al volante y reírse por perder la salida correcta en un free-way, me vino a la cabeza la imagen de papá, triste, desconsolado, hablando por larga distancia, rogando a mi madre que volviera, y sobre todo recordé aquella noche, cuando en una llamada de larga distancia comenzó a cantarle en la bocina: Muñequita linda, de cabellos de oro, de dientes de perla, labios de rubí... pidiéndole que se acordara de cuando eran jóvenes. Ante mi asombro y curiosidad, ya en su pequeño departamento -nada del otro mundo pero bastante aceptable-, con una gran sonrisa de satisfacción continuó contando todas sus peripecias. Había cruzado la frontera con pasaporte pero sin permiso para trabajar; en San Diego le dijeron que le convenía incursionar más hacia el Este, muy convencida se subió en un autobús Grayhound en donde conoció lo que ella misma denominó el "american zoo". Su apariencia maternal y poco mexicana la libró de los abordajes de la migra, así pensaba llegar a Miami creyendo quedar a salvo entre los cubanos, pero en Baton Rouge su poco inglés le hizo perder el autobús; para no dormir en la terminal, decidió tomar el más próximo a salir y éste la llevó de regreso a Houston, ahí, sin dinero para continuar el viaje, salió a probar suerte. Ayudada por una chivera, logró que la contrataran de lavaplatos por unos cuantos dólares la hora, y así sintió el placer de que le pagaran constante y sonante por lo que -decía riéndose- había hecho gratis toda su vida. Platicando se nos fue la tarde, después decidí tomar un baño, al salir me encontré con sábanas y cobijas limpias sobre el sofá - Ahí dormirás- me dijo desde la cocina, en donde yo creí que preparaba la cena, pero no había tal, porque en ese momento salió con un tintineante vaso que no parecía precisamente de limonada para decirme ¿a dónde prefieres ir?, ¿comida china o italiana?. Salimos esa noche y las siguientes, y a través de aquellas cenas y comidas, una imagen volvía una y otra vez a mi memoria: mamá cocinando para media docena de personas, sentándose al último y atendiendo a todo mundo. Ahora, yo veía a una desconocida que con mucha seguridad y en inglés, lo mismo escogía en un self-service que ordenaba en un restaurante italiano; pero sobre todo, nunca la había visto tan sonriente ni de tan buen humor. Al paso de los días me resistía a aceptar que mi madre había roto con la vida familiar para emprender nuevos caminos; precisamente ahora, cuando todo mundo creía que su existencia estaba realizada. Mientras ella partía a su trabajo, yo vagaba por los grandes almacenes comerciales y por las instalaciones del Centro Espacial; ahí, entre cápsulas, maquetas y fotografías de lo que conocía por la televisión, sentí una inmensa lejanía de la mamá de mi infancia, porque aquí en Houston, cada vez que yo volvía a su pequeño departamento, me parecía más una tierna, cariñosa y ocupada tía, que gentilmente atendía a una visita inesperada y quizás hasta un poco molesta. Así me sentí sobre todo el día en que me avisó que tenía una cita, pero que no me incomodara: yo también estaba invitada a cenar con Steve. El gringo aquel resultó bastante simpático y eso salvó la velada, la salvó para mí, porque ellos platicaron y se rieron largamente, mientras yo quedaba sorprendida por el fluido inglés de mi madre y espantada de la familiaridad con la que trataba al gigante rubio aquel, quien a pesar de estar ya entrado en años prodigaba amabilidad y coquetones juegos y piropos a mi madre. La semana voló entre mis excursiones, el trabajo de mamá -que para ese entonces ya era supervisora en una fábrica- y las cenas y visitas al cine juntas. Salvo el primer día en que riéndome le había avisado que venía por ella, y a lo que me había contestado también muy sonriente que estaba bien, no habíamos vuelto a tocar el punto. Asumí que siendo la hija predilecta no podía negarse a mi pedido, incluso pensé que podría estar ya cansada y que se disponía a levantar esa especie de castigo familiar y, sobre todo, confié en mi capacidad de convencimiento. Así que decidí confirmar dos boletos en el vuelo a México y con ellos en la mano, encaré por la tarde a mi madre cuando llegó de su trabajo. Le expliqué el caos de la casa, el desgarriate de los pequeños y la tristeza de papá. Analicé su soledad en el extranjero y la indefensión de su edad, muy segura de mis palabras y mostrándole el boleto de avión, creí ser contundente al pronosticar la ausencia de un futuro feliz lejos de su familia, le recordé que no tenía necesidad de trabajar y que en México vivía en forma bastante desahogada, que, si quería, podríamos contratar otra muchacha para que le ayudara. Sin perder la dulce y radiante sonrisa me explicó que no podía salir de Estados Unidos, su situación ilegal no le permitiría volver a entrar, pero se comprometía a sustituir la tarjeta postal con llamadas telefónicas. Incrédula, segura de no haber sido comprendida y ya medio enojada, muy seria y con firmeza traté de hacerle ver la indignidad en la que estaba cayendo, al olvidar su papel de madre y esposa. Fue entonces cuando me respondió con aquella carcajada. Y con el mismo tono dulce y paciente con que me hacía ver la estupidez de mis berrinches cuando era pequeña, me respondió: -Mira hija, he vivido dos vidas, una detrás de otra. En la primera fui hija, esposa y madre, me llamé señora de Salazar, ahora, soy sencillamente Pat, una mujer sin muchas obligaciones y con medios modestos pero suficientes para mí; la primera vida duró casi tu edad, treinta años, la segunda, el año que llevo fuera del hogar. No me siento sola y quiero saborear plenamente tanto mis años de esposa y madre, como los que me quedan de vida -y haciendo una corta pausa, con un rostro de felicidad infantil me dijo- Voy a consumir el pan de la vida, ¡hasta la última moronita..! En ese momento un hermoso y casi olvidado recuerdo llegó desde mi niñez. Era una pequeña complicidad establecida en las mañanas a solas con mi madre, la travesura de comer un pan dulce hasta el final y sin dejar nada, ni la última moronita. Quién sabe que cara pondría yo, pero la gravedad que tenía el momento, fue rota de nuevo por la pícara carcajada de mi madre para decirme: ¿de verdad creíste que volvería contigo? Han pasado ya varios años, la ruptura de mi madre con la familia ha marcado todo este tiempo. Poco a poco se fueron alargando sus comunicaciones hasta prácticamente desaparecer; a pesar de que en un primer momento la condené como casi todos, con la distancia del tiempo lo que predomina en mí ya no son los resentimientos o los juicios de condena sino el recuerdo de esa sonrisa de felicidad que le conocí en Houston. Una sonrisa que a veces también a mí me gustaría tener, si pudiera consumir la vida como ella, ¡hasta la última moronita!. _______________________________________ Este relato fue publicado originalmente hace varios años, es parte de un libro editado en forma privada con relatos sobre mujeres titulado La Despedida.

lunes, 5 de abril de 2010

Revolución Mexicana: ¿Mentira Centenaria?

Cuando Porfirio Díaz comenzó su larga permanencia en lel poder, México tenía poco más de 500 kilómetros de vías férreas; cuando se fue en el Ipiranga, dejó 18 mil kms. El régimen de la revolución a lo largo del siglo adicionó apenas unos pocos kilómetros, logrando su desaparición como transporte de pasajeros y su inopia como carguero, a golpes de ineficiencia administrativa y sindicalismo charro. ¿Porque la gente no lo sabe?

Muy sintomático que en el mes de marzo aparecieran en Twetter sendas hashtags con el PRI como tema, más aún que en ambas predominara el rechazo. La primera #FelizCumplePRI por el aniversario de su fundación, es un a antología de sus desmanes y demagogia; la segunda, con más premeditación chacoteo y genuina preocupación por su posible retorno, la originó el “tuitguerrillero” @Jan_Herzog: verdadero azote de los priístas por igual: lo mismo los de línea tricolor que los de linea solar.

Convencido de que efectivamente es necesario y urgente terminar de una vez por todas con el viejo régimen, me gustaría llamar la atención sobre un aspecto soslayado pero que pienso está en la base de todo el poder que el PRI ha ejercido sobre el país a lo largo del siglo XX: la llamada ideología de la Revolución Mexicana. Si bien desde los años sesenta se le ha extendido acta de defunción, su mito no se ha extirpado por completo básicamente gracias a lo que se enseña en las escuelas en esplendoroso blanco y negro: la revolución se hizo contra la dicatdura del gran villano y exiliado postmortem General Porfirio Díaz.

Un buen intento de analizar el Porfirismo -que no Porfiriato, dado el enorme consenso que generó en su tiempo-, se hizo en un programa se le dedicó en Discutamos México. Sin embargo, el formato tan estático a partir de los discursos de académicos y óleos “animados” (de hueva) no da para mucho. El tema merecería mucho más, sobre todo con un condictor de la talla de Krauze pero como en el panismo la comunicación no es uno de sus fuertes, simplemente rescato algunos puntos que ayudan a comprender el papel de villano asignado a Díaz.

La visión canónica sobre el problema de la tenencia de la tierra en la época de Díaz se la debemos a Molina Enriquez y todos han abrevado en ella: la idea central es que la hacienda creció a costa de la comunidad indígena (dejándose de lado su importancia como unidad de producción). Los estudios regionales han demostrado que no era así en todo el país y ni siquiera era algo predominante. Hasta entonces comprendí los relatos de mi bisabuelo que contaba de indios que querían privatizar las tierras para subirse al boom de la vainilla en Papantla a principios de siglo. No se diga recorrer las ruinas de aquellos centros de bonanza como Tlalpujahua, Apam o Casas Grandes.

La leyenda negra de Díaz se basa también en los conflictos con el movimiento obrero, Río Blanco y Cananea son un símbolo. Pero se olvida que el texto –también canónico-, México Bárbaro de Keneth Turner, no fue una investigación sino un reportaje de prensa patrocinado por las compañías petroleras (Standart Oil) en fiera competencia con los ingleses (El Aguila) principalmente Weetman Pearson, más conocido como “el contratista de Díaz”. Chequen su memoria, el libro de texto y la leyenda de Díaz como el gran villano y verán que nace en estos paradigmas.

Que no estuvo todo bien en la época de Díaz es cierto, pero los simples relatos de nuestros abuelos que hablaban de un México no tan malo a principios de siglo deberían cuestionar nuestras certezas al respecto; por no mencionar la estabilidad fianciera y el peso-dólar uno a uno No se diga cuando nos enteramos que actualmente Cananea esta en huelga desde hace meses, básicamente para defender a un líder charro quien heredó el sindicato de su padre, perseguido por la ley y escondido en Canadá. Menos cuando sabemos que no podemos viajar en ferrocarril por inexistente, pero sí hay un líder de ferrocarrileros que disfruta de dos pensiones de 80 mil pesos cada una. Por no mencionar el corrupto sindicalismo protegido por la demagogia del PRI, al cual pertenecen ambos líderes.

También abundan los estudios que demuestran que en el régimen porfirista había una intensa vida política de negociación a nivel regional. La autocracia centralista que se le cuelga a Díaz, en realidad es la que desplegó el PRI a lo largo de setenta años, sin olvidar sus vínculos con el narcotráfico desde los años treinta. Lo curioso es que a pesar de todas los indicios, ha predominado la imagen de Díaz como el gran villano y no en balde, la dictadura perfecta del PRI en varios aspectos queda muy por debajo del largo período de Díaz en el poder. Sin olvidar que la tan mentada justicia social es mucho mejor en varios países de América del Sur y sin sufrir revolución.

Por último, la impronta más grave de la historia oficial es el maniqueísmo que prevalece en toda la cultura. La contraparte del gran villano: se ha elevado como héroe a Villa, un bandido que espió y recibió fondos lo mismo de alemanes, que de Hollywood o el Departamento del Estado (F Katz). De ahí la costumbre de tomar partido por un narco, un encapuchado carismático o un pueblo de linchadotes, lo mismo que mitificar a un periodista o un diario si se le ve como parte del derrocamiento del Estado: se termina por justificar hasta lo injustificable en aras de dividir el mundo en buenos y malos. Esta herencia del régimen de la revolución es una actitud muy poco cívica y mucho menos ciudadana. Cuestionar esa imagen debería ser parte de la reflexión sobre el Bicentenario ya que el conocimiento de nuestra historia es un ejercicio indispensable del ciudadano.

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Para una crónica de viaje en el último ferrocarril mexicano de pasajeros se puede consultar el enlace en esta página "fotoviajante"