lunes, 12 de abril de 2010

Moronita

Una fresca carcajada fue la respuesta de mi madre, tan inocente y sincera, que me desarmó y no supe o no quise entender cuál era su respuesta a mi reclamo. También era una risa que a una hija como yo, parecía indigna y al mismo tiempo contagiosa de alegría, pa' pronto, era una risa de poca madre. Llevaba ya una semana en Houston; mi madre no sólo me había alojado en su pequeño departamento, sino que también me había paseado por la gigantesca ciudad. Incluso se dio el lujo de comprarme ropa en un Mall y regalarme unos tubos eléctricos con graduación para tres temperaturas, con su espejo para maquillarse y con luz de noche y de día. Durante esa semana, casi olvidé a qué iba y que esta mujer alegre y rejuvenecida era mi madre. Era totalmente diferente a la mujer a la que nadie en la familia le creyó cuando empacó algo de ropa y compró un boleto de Grayhound, incluso mi padre pensó que era una excelente broma. Todavía al transcurrir un mes y recibir una tarjeta postal informando que estaba bien, toda la familia pensó que mamá se merecía esas vacaciones. Sólo medio año después, cuando papá comenzó a marchitarse y la casa se caía a pedazos, los hermanos más grandes nos preocupamos. Ahora pienso que ninguno entendía realmente el significado de la actitud de mamá. A los hijos de mayor edad, ocupados en nuestras vidas y problemas, quizá nos era más fácil olvidar la ausencia materna, sin embargo esto ya no fue posible cuando, transcurrido un año, los hermanos más pequeños y papá zozobraban en el caos en que se había transformado la casa familiar. Entre la libertad de movimiento que me daba la Universidad y el privilegio de ser la hija mayor, me convertí en la emisaria de la familia. Una junta de hermanos, algunos días libres y sobre todo ver a mi padre todo lloroso y abandonado, me pusieron en el aeropuerto rumbo a Texas, con el suficiente dinero para dos boletos de regreso y, por si las dudas, una postal con la dirección de mi mamá. Desde que la vi en el aeropuerto comencé a sentir que todo era diferente: me recibía una mujer rejuvenecida y que parecía gozar de excelente salud. Tras la bienvenida, los abrazos y las preguntas por la familia, me condujo al estacionamiento para mostrarme que, además de comprar un viejo pero todavía funcional Dodge 75 de estridente color al que llamaba cariñosamente el very blue, se había atrevido a aprender a conducir. A lo largo de aquella maraña de entradas, puentes y señales, comenzó a explicarme su nueva vida: vivía en un departamento sola, lo había amueblado con ofertas de tiendas y "regalos" de los contenedores de basura, el mismo very blue era un regalo. -Estos gringos tiran hasta el alma, hija mía... y la mayor parte en muy buen estado... excepto el alma - y soltó una risa franca y juguetona. Al verla gozar al volante y reírse por perder la salida correcta en un free-way, me vino a la cabeza la imagen de papá, triste, desconsolado, hablando por larga distancia, rogando a mi madre que volviera, y sobre todo recordé aquella noche, cuando en una llamada de larga distancia comenzó a cantarle en la bocina: Muñequita linda, de cabellos de oro, de dientes de perla, labios de rubí... pidiéndole que se acordara de cuando eran jóvenes. Ante mi asombro y curiosidad, ya en su pequeño departamento -nada del otro mundo pero bastante aceptable-, con una gran sonrisa de satisfacción continuó contando todas sus peripecias. Había cruzado la frontera con pasaporte pero sin permiso para trabajar; en San Diego le dijeron que le convenía incursionar más hacia el Este, muy convencida se subió en un autobús Grayhound en donde conoció lo que ella misma denominó el "american zoo". Su apariencia maternal y poco mexicana la libró de los abordajes de la migra, así pensaba llegar a Miami creyendo quedar a salvo entre los cubanos, pero en Baton Rouge su poco inglés le hizo perder el autobús; para no dormir en la terminal, decidió tomar el más próximo a salir y éste la llevó de regreso a Houston, ahí, sin dinero para continuar el viaje, salió a probar suerte. Ayudada por una chivera, logró que la contrataran de lavaplatos por unos cuantos dólares la hora, y así sintió el placer de que le pagaran constante y sonante por lo que -decía riéndose- había hecho gratis toda su vida. Platicando se nos fue la tarde, después decidí tomar un baño, al salir me encontré con sábanas y cobijas limpias sobre el sofá - Ahí dormirás- me dijo desde la cocina, en donde yo creí que preparaba la cena, pero no había tal, porque en ese momento salió con un tintineante vaso que no parecía precisamente de limonada para decirme ¿a dónde prefieres ir?, ¿comida china o italiana?. Salimos esa noche y las siguientes, y a través de aquellas cenas y comidas, una imagen volvía una y otra vez a mi memoria: mamá cocinando para media docena de personas, sentándose al último y atendiendo a todo mundo. Ahora, yo veía a una desconocida que con mucha seguridad y en inglés, lo mismo escogía en un self-service que ordenaba en un restaurante italiano; pero sobre todo, nunca la había visto tan sonriente ni de tan buen humor. Al paso de los días me resistía a aceptar que mi madre había roto con la vida familiar para emprender nuevos caminos; precisamente ahora, cuando todo mundo creía que su existencia estaba realizada. Mientras ella partía a su trabajo, yo vagaba por los grandes almacenes comerciales y por las instalaciones del Centro Espacial; ahí, entre cápsulas, maquetas y fotografías de lo que conocía por la televisión, sentí una inmensa lejanía de la mamá de mi infancia, porque aquí en Houston, cada vez que yo volvía a su pequeño departamento, me parecía más una tierna, cariñosa y ocupada tía, que gentilmente atendía a una visita inesperada y quizás hasta un poco molesta. Así me sentí sobre todo el día en que me avisó que tenía una cita, pero que no me incomodara: yo también estaba invitada a cenar con Steve. El gringo aquel resultó bastante simpático y eso salvó la velada, la salvó para mí, porque ellos platicaron y se rieron largamente, mientras yo quedaba sorprendida por el fluido inglés de mi madre y espantada de la familiaridad con la que trataba al gigante rubio aquel, quien a pesar de estar ya entrado en años prodigaba amabilidad y coquetones juegos y piropos a mi madre. La semana voló entre mis excursiones, el trabajo de mamá -que para ese entonces ya era supervisora en una fábrica- y las cenas y visitas al cine juntas. Salvo el primer día en que riéndome le había avisado que venía por ella, y a lo que me había contestado también muy sonriente que estaba bien, no habíamos vuelto a tocar el punto. Asumí que siendo la hija predilecta no podía negarse a mi pedido, incluso pensé que podría estar ya cansada y que se disponía a levantar esa especie de castigo familiar y, sobre todo, confié en mi capacidad de convencimiento. Así que decidí confirmar dos boletos en el vuelo a México y con ellos en la mano, encaré por la tarde a mi madre cuando llegó de su trabajo. Le expliqué el caos de la casa, el desgarriate de los pequeños y la tristeza de papá. Analicé su soledad en el extranjero y la indefensión de su edad, muy segura de mis palabras y mostrándole el boleto de avión, creí ser contundente al pronosticar la ausencia de un futuro feliz lejos de su familia, le recordé que no tenía necesidad de trabajar y que en México vivía en forma bastante desahogada, que, si quería, podríamos contratar otra muchacha para que le ayudara. Sin perder la dulce y radiante sonrisa me explicó que no podía salir de Estados Unidos, su situación ilegal no le permitiría volver a entrar, pero se comprometía a sustituir la tarjeta postal con llamadas telefónicas. Incrédula, segura de no haber sido comprendida y ya medio enojada, muy seria y con firmeza traté de hacerle ver la indignidad en la que estaba cayendo, al olvidar su papel de madre y esposa. Fue entonces cuando me respondió con aquella carcajada. Y con el mismo tono dulce y paciente con que me hacía ver la estupidez de mis berrinches cuando era pequeña, me respondió: -Mira hija, he vivido dos vidas, una detrás de otra. En la primera fui hija, esposa y madre, me llamé señora de Salazar, ahora, soy sencillamente Pat, una mujer sin muchas obligaciones y con medios modestos pero suficientes para mí; la primera vida duró casi tu edad, treinta años, la segunda, el año que llevo fuera del hogar. No me siento sola y quiero saborear plenamente tanto mis años de esposa y madre, como los que me quedan de vida -y haciendo una corta pausa, con un rostro de felicidad infantil me dijo- Voy a consumir el pan de la vida, ¡hasta la última moronita..! En ese momento un hermoso y casi olvidado recuerdo llegó desde mi niñez. Era una pequeña complicidad establecida en las mañanas a solas con mi madre, la travesura de comer un pan dulce hasta el final y sin dejar nada, ni la última moronita. Quién sabe que cara pondría yo, pero la gravedad que tenía el momento, fue rota de nuevo por la pícara carcajada de mi madre para decirme: ¿de verdad creíste que volvería contigo? Han pasado ya varios años, la ruptura de mi madre con la familia ha marcado todo este tiempo. Poco a poco se fueron alargando sus comunicaciones hasta prácticamente desaparecer; a pesar de que en un primer momento la condené como casi todos, con la distancia del tiempo lo que predomina en mí ya no son los resentimientos o los juicios de condena sino el recuerdo de esa sonrisa de felicidad que le conocí en Houston. Una sonrisa que a veces también a mí me gustaría tener, si pudiera consumir la vida como ella, ¡hasta la última moronita!. _______________________________________ Este relato fue publicado originalmente hace varios años, es parte de un libro editado en forma privada con relatos sobre mujeres titulado La Despedida.

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